Desde que todos estamos en las redes sociales, he notado varios comportamientos que me inquietan. Aunque es cierto que Facebook, Twitter, Instagram y LinkedIn nos han ayudado muchísimo en conectarse con amigos y compartir ideas, también son capaces de convertirse en autopistas de desinformación, con el peligro de provocar malentendidos, divisiones y enfrentamientos inconciliables en la sociedad entre gente de distintos pensamientos, nacionalidades, grupos étnicos, religiones, sexos, clases sociales e identidades culturales. Aquí explico mi preocupación en varios puntos.
Punto uno, la gente se está volviendo cada vez más visceral.
Al ocurrir cualquier suceso desagradable, sea un atentado terrorista, un asesinato, una violación o la muerte de un perro, en los días siguientes las redes se inundarán de mensajes sensacionalistas que se vuelven virales, acompañados de comentarios cada vez más rabiosos. Es cierto que la prensa sensacionalista siempre ha existido, pero diferente al telediario y los periódicos en papel, estamos todo el día conectados a la red, así que no tenemos ni 5 minutos de descanso del constante bombardeo de frases e imágenes que estimulan los sentimientos más primarios. ¿Por qué me preocupa tanta visceralidad? Porque cuando la gente viviera bajo el estado permanente de indignación, se volvería muy manipulables. La rabia puede servir para reivindicar la existencia de un problema hasta ahora ignorado, pero casi nunca para impartir justicia o buscar soluciones. Y cuando se junta una masa rabiosa, lo único que busca es un chivo expiatorio para impartir venganza. Solo hace falta que algún listo señalara a ese chivo expiatorio, se provocaría un linchamiento.
Punto dos, los mensajes que se vuelven virales suelen ser los más simplistas.
Lo típico constituye de una frase acompañada por una imagen. Pero el mundo en lo que vivimos es tremendamente complejo, y cada conflicto suele tener varias causas y efectos donde intervienen varios actores. Cuando tu fuente principal de información es Twitter o Facebook, tu interpretación del mundo se volvería radicalmente binaria, dividida entre buenos buenísimos y malos malísimos, y cualquiera que no coincide con tu forma de pensar pertenecería automáticamente a los segundos. Como dijo el mismo Donald Trump que no es capaz de leer comunicados con más de 28 palabras, para un amplio porcentaje de internautas, cualquier artículo de opinión que trata de analizar un asunto con más profundidad que las 4 frases de un panfleto prefabricado es considerado demasiado complejo para la digestión mental. Cuando leo las típicas discusiones de Twitter en Facebook, más de la mitad de las veces los ofendidos ni siquiera han leído bien el texto que les ofende, o no han comprendido el contexto.
Punto tres, cualquier asunto trivial, o un suceso aislado, puede convertirse en la causa de un gran enfrentamiento.
Imagínate un país hipotético donde viven más de 50 millones de habitantes, dividida entre población A y B, que por razones históricos, tienen una desconfianza entre sí, aunque no llega a afectar la convivencia. Como en cualquier país con tantos millones, siempre habrá casos de robos, asesinatos y violaciones donde el agresor es de población A y la víctima es de población B, o viceversa, por pura probabilidad. Los grupos extremistas, para provocar un conflicto, tratan de mediatizar al máximo cada caso de esos crímenes (aunque no ocurren con tanta frecuencia), difundiendo la idea de que A es el eterno verdugo y B es la eterna víctima. Aprovechando la reacción visceral de los internautas, las redes sociales se han convertido en la herramienta ideal para conseguir ese fin, viralizando mensajes con textos e imágenes que despiertan la máxima indignación bajo mínima reflexión. Y cuando se mezclan casos reales con noticias falsas, se creará el ambiente de un polvorín a punto de estallar.
Punto cuatro, todo el mundo se queja mucho, pero a nadie le interesa buscar soluciones.
Me he dado cuenta de que muchos internautas comparten casi siempre los mismos mensajes de indignación: que los políticos les roben, la sociedad les discriminen, el sistema les reprime, les maten, o lo que sea, pero cuando otros hablan de propuestas para resolver dichos problemas, no les interesa saberlas, o con actitud cínica, atacan a las personas que proponen soluciones, se burlan de ellos por “buenistas” o ingenuos, o les rebaten con argumentos emocionales como “¿qué sabes de nuestros problemas si no los has sufrido con tus privilegios?”. Al final, lo único que crea es una cultura en que cada uno se envuelve en su victimismo, y lo peor de todo, es mentalidad altamente contagiosa.
Punto cinco, los hechos ya no importan.
Ya ha ocurrido muchas veces que un bulo ha sido desmentido una vez tras otra por fuentes oficiales, pero la gente que quiere creerlo lo seguirá compartiendo. Con el colapso de la confianza ciudadana en las instituciones oficiales tras la crisis financiera de 2008, cualquier información que sale de un organismo gubernamental, institución académica o medio de comunicación respetable es descalificada como “demagogia” del establecimiento, que según la ideología de cada grupo, represente los intereses de la élite económica global, de la conspiración judeo-masónica, de los marxistas de la ONU, de los pijos-progres, o del heteropatriarcado. En cambio, las únicas “verdades” en las que creen proceden de los panfletos de propaganda de su tribu ideológica. Antes, gente de ideologías distintas discutían sus opiniones sobre los mismos hechos. Con las redes sociales, gente de ideologías distintas creen en distintos hechos, como creyentes de distintas religiones.
Punto seis, la voz de los expertos ha sido sustituida por la de militantes ideológicos.
Recuerdo que durante décadas pasadas, al ocurrir cualquier suceso que preocupa a la ciudadanía, los medios solían entrevistar algún experto del tema, normalmente alguien con estudios especializados que llevaba años trabajando en el campo, sea el medio ambiente, la economía, el derecho, la criminología, la pedagogía, o la psicología etc., para aportar una explicación científica, técnica y políticamente neutral. Aunque ahora esos expertos siguen expresando sus opiniones, nadie les escucha, porque con tanta información saturando las redes, la gente prefiere escuchar las voces que confirman sus ideas y prejuicios. Como dijo Umberto Eco: “el internet ha elevado la voz del tonto del pueblo al mismo nivel que la de un premio Nobel”. Pero me temo que el peor caso no ocurre con el tonto del pueblo, sino con los militantes ideológicos, porque esos últimos tienen una agenda de provocar la indignación de las masas para fabricar opinión y buscar un chivo expiatorio. Y lamentablemente, ahora son ellos cuyas voces que más se escuchan por ser las más viscerales.
Llevando los seis puntos al extremo, he imaginado un escenario hipotético de un colapso del orden de la democracia liberal y el estado de derecho en lo que llevamos tantas décadas viviendo. Ocurriría con los siguientes pasos.
- Ocurre el brote de una enfermedad desconocida, letal y contagiosa, aunque si siguieran las pautas de la Organización Mundial de Salud, podría contenerlo hasta que invente una vacuna.
- Las primeras muertes provocan un estado de pánico en las redes sociales, con gente compartiendo mensajes cada vez más alarmistas, mezclando información real con noticias falsas.
- Cada grupo ideológico aprovecha el pánico colectivo y el dolor de los familiares de las víctimas para difundir su agenda, echando la culpa a sus adversarios políticos. Los grupos antisistemas atribuyen el brote a una conspiración entre los gobiernos y la élite económica, llamando a la desobediencia masiva a las pautas del OMS.
- Con tanta información contradictoria corriendo por la red, la gente no sabe cómo reaccionar. Mucho saltan la cuarentena, facilitando el contagio.
- La histeria masiva, junto a casos reales de enfermedad que se extienden sin control, provoca grandes estallidos entre la población, a tal punto que las autoridades son incapaces de contener. De ahí, llega al colapso total del sistema.
Podría servir como el guión de una película. Solo espero que en la vida real nunca llegue a ocurrir.