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El negocio de la indignación, las turbas de linchamiento y la posjusticia

17 May

En mayo 2011, miles de jóvenes y no tan jóvenes madrileños tomaron la Puerta de Sol para protestar contra la escasez de empleo, la explotación laboral, la corrupción política y la impunidad de los abusos del sector bancario durante la burbuja inmobiliaria. Se autodenominaron «los indignados», inspirados por el libro «indígnate» del intelectual francés Stephane Hessel. Yo simpatizaba con este movimiento, porque los manifestantes tenían toda la razón para reivindicar su descontento hacia el sistema político y económico que había provocado una de las mayores crisis económicos del último siglo, en que los pobres y los jóvenes salieron más perjudicados.

Pero desde entonces, el sentimiento de indignación se ha extendido, y también banalizado, por las redes sociales. Todos los días, hay miles de personas que se indignan por cualquier noticia, suceso o meme que se publica (sea real o falso) por Facebook, Whatsapp o Twitter, o por cualquier comentario que alguien ha dejado que les resulta ofensivo. Se movilizan compartiendo mensajes de indignación hasta que se vuelven virales, piden cambios a través de Change.org, o dejan insultos en la cuenta Twitter de quién les había ofendido.  Cada vez que entro en mi cuenta de Twitter, mi impresión es que todo el mundo está constantemente cabreado, buscando cualquier excusa para sentirse ofendido.

Muchas veces me he preguntado: ¿siempre ha habido tanta gente tan susceptible  pero no tenía una plataforma donde expresarse, o es que realmente las redes sociales fomentan la indignación con más facilidad?

twitter-siglo-xxiTras leer el análisis de varios expertos y analizar mi propia experiencia, mi conclusión es que sí que tienen un papel, por las siguientes razones.

Primero, en las redes sociales las reacciones son instantáneas. Cuando vemos un titular que nos revuelve las tripas, nuestra primera reacción es contestar, compartirlo o dejar un comentario, como una forma de pegar un grito al cielo. Antes, cuando veíamos una noticia en el telediario o la leíamos en el periódico, aunque nos invadía este sentimiento, no podíamos reaccionar de forma tan espontánea. Y si alguien realmente se molestase a escribir al periódico para dejar su opinión, lo haría varias horas más tarde, cuando los nervios ya estaban lo suficiente calmados para verlo con más perspectiva.

Segundo, la exposición es constante. Antes, leíamos la prensa por la mañana y veíamos el telediario durante la cena, pero el resto de las horas del día estábamos desconectados. Ahora, cada vez que conectamos a Twitter, Facebook y WhatsApp, recibiríamos un bombardeo de artículos de prensa y opiniones de otros. Y cuando ocurre un suceso indignante, se repite todo el día delante de nuestros ojos.

Tercero, como los medios ganan dinero con la cantidad de clicks que reciben sus artículos, los titulares se hacen cada vez más sensacionalistas, aunque muchas veces alejados del contenido. Sin embargo, con tantos titulares de prensa en las redes sociales, muchos usuarios ni siquiera se molestan en leer el artículo. Basta con que ver un titular les enfurece, ya comparten su indignación por toda la red, propagando la rabia.

Las turbas de linchamiento

El efecto de tanta visceralidad por las redes sociales es la facilidad de formar turbas de linchamiento. En la mayoría de los casos, la indignación masiva puede tener un buen motivo, pero una vez formada la turba, se convierte en una masa enfurecida cuyo objetivo no es impartir justicia ni reivindicar un derecho, sino buscar un chivo expiatorio y quemarlo a la hoguera. Las turbas no razonan, no escuchan explicaciones ni aceptan críticas. Y cualquiera que cuestiona su comportamiento es automáticamente tachado como un hereje, o se convierte en un objeto de linchamiento.

Un ejemplo fue lo que pasó con la escritora norteamericana Margaret Atwood respecto a #MeToo. El movimiento surgió como mujeres denunciando por las redes sociales casos de acoso sexual que habían sufrido, sobre todo a manos de hombres poderosos. Atwood inicialmente apoyó este movimiento, hasta que se dio cuenta de que se había convertido en un sistema de justicia paralelo, en que una vez acusado, uno ya es automáticamente juzgado culpable, sin ni siquiera la oportunidad de defenderse. Pero el momento en que pronunció en un discurso público que «las mujeres también son capaces de mentir», la masa enfurecida se volvió contra ella, tachándola de «justificar violaciones» y de «venderse al heteropatriarcado».

El negocio de fabricar indignación

No ha tardado mucho para que algunos listos se aprovechan de la indignación masiva para «hacer negocio». El caso más conocido es la filtración masiva de datos de Facebook a la empresa Cambridge Analytica.

A través de los datos coleccionados de los usuarios, un algoritmo de la empresa los clasifica en varios perfiles psicológicos. Y según el perfil de cada uno, presenta en su muro anuncios o cortes de prensa que provoca su máxima indignación. Según investigaciones, esta empresa colaboró con hackers políticos rusos en la campaña presidencial de 2016 en EEUU para sembrar división y odio con el fin de influenciar la elección a favor de Donald Trump. Si eres patriota estadounidense, te presentaba con titulares falsos de que el país estaba en peligro de dividirse. Si eres conservador cristiano, te salían titulares sobre la pérdida de valores tradicionales. Si eres blanco, te salían titulares sobre crímenes cometidos por negros e inmigrantes. Si eres negro, te salían noticias insinuando que los blancos querían volver a imponer el apartheid…

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La posjusticia

El juicio paralelo por las redes sociales ejercido por tribunos populares ha creado u nuevo fenómeno: la posjusticia. Distinto a los juicios oficiales del estado, no hay fiscales ni abogados, el acusado tampoco tiene ninguna oportunidad de defenderse. El veredicto depende totalmente en el ruido que hacen las turbas.

Un ejemplo ocurrió con el juicio contra la manada, en que una pandilla de 5 chicos violaron a una chica en un portal durante las fiestas de sanfermínes en 2017. Tras varios meses de juicio, los jueces condenaron a los 5 por abusos sexuales. Sin embargo, los medios de comunicación trasmitieron el mensaje equivocado, alegando que la manda había sido absuelta por violación, pero condenada por abuso. Tal noticia enfureció con toda razón a los grupos feministas, que salieron a la calle para protestar, asumiendo que los jueces no habían creído a la víctima, que las leyes españolas amparasen a los violadores y que los jueces habían absuelto los violadores por su propia actitud machista.

La realidad era bien distinta. En el código penal español no existe tal delito como violación, sino 2 tipos de violaciones: abuso sexual o agresión sexual. El primero se trata de penetración sin consentimiento pero sin el uso de amenaza o violencia física. El segundo es con violencia o amenazas. Del principio al final, los jueces nunca han dudado ni una palabra que decía la víctima. Solo que con todas las pruebas recogidas, no han encontrado ninguna señal de violencia física ni amenaza que podía calificar el delito como «agresión». Pero sí, les han condenado por violación, del tipo «abuso».

En este caso, no sé si los medios pusieron títulos tan alarmantes para crear indignación a posta, o que los periodistas no conocieran lo suficiente el código penal español, pero con las pancartas de «no es abuso, es violación» repitiéndose tantas veces en Twitter, Facebook y en las manifestaciones callejeras, la mayoría de la gente sigue creyendo que la manada han sido absuelta de violación porque no han creído a la víctima.

La época pos-

La propagación de noticias falsas por las redes sociales ha fomentado la posverdad. El miedo de ofender a ciertos colectivos para convertirse en víctima de linchamiento ha creado la poscensura. Con la posjusticia, las redes sociales han abierto una nueva etapa en que cualquier debate o discusión no se cierra con quién tiene razón, sino con quién se siente ofendido, y lo que menos importa es la verdad que sucedió.

¿Hacia dónde vamos? Nadie lo sabe, pero al menos ahora tanto los gobiernos como las empresa tecnológicas están concienciados de este fenómeno y están tomando medidas para combatir la desinformación. Sin embargo, ellos tampoco están libres de intereses.